Diana Neptuno
Decirte adiós
es quemar,
soplar muy fuerte,
volver a estar en blanco,
girar y estar,
sobre todo
es estar,
con fotografías estáticas de tu olor
y tus cabellos separados flotando
demostrando que no estoy
atada
a todo
en esta distancia paralela
hacia tu cuerpo.
Quiero acostarme en la tierra
y abrazarte,
volver a medrar con un grito.
Decirte adiós
es dejar de escuchar “decir adiós”
y dormir empapada.
Nadie me contó
cómo es ir por la vida con una bolsa en la cara.
Es aplastar un montón de hojas secas
y no verte.
Voltear y no verte
ni antes ni durante ni después.
Es enfrentarme a tu fantasma constantemente.
Nacimos para despedirnos
lanzando lluvia por todos lados.
Hay un cajón que no pienso abrir nunca.
Está lleno de palabras
y partes de cielo.
Estás en todos lados
como el cielo.
Dentro está la palabra domingo
un empaque de lasaña
y envases de vino.
Me siento descompuesta
y atrapada en un rompecabezas
como Oliver Tate
retornando eternamente
hasta que encuentra a Jordana.
Y entonces
el mundo se rompe en aves.
Pero yo no creo
que decirte adiós
me haga libre.
Como si
decirle a Dios
no me convirtiera en un ser ignorado.
Decirte adiós
es ya no encontrarte en lo cliché
Ni en lo poco común.
Es olvidar lo que te quería contar
olvidarlo y lanzarlo muy lejos
Es soltarme en un lugar que no conozco.
Es soltar
los sonidos y ruidos
solo para encapsularlos
en medio de
siete mil setecientos millones de personas
que tampoco saben decir adiós.
Ahí estoy yo
y en el algún lugar estás tú
tomando una cañita
mientras
yo
te espero.
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